lunes, 14 de diciembre de 2009

Nieva


No suelo subir la persiana del salón por la mañana, pero esta mañana lo he hecho y para mi sorpresa: ¡Está nevando! No he podido evitar dar un saltito de alegría. Me encanta la nieve. Me trae muy buenos recuerdos. Creo que hasta la ciudad más horrorosa del mundo se transforma con la nieve.
Entre mis primeros recuerdos de nieve, recuerdo un paseo por el pueblo de la mano de mi padre, por la noche, nevando mucho. Mi padre era gigante, quizá porque yo era muy pequeña. Nos cruzamos con alguien que nos dijo: ¿Qué, a dar una vuelta? Y mi padre contestó: Hay que disfrutar de estas pequeñas cosas que no pasan a menudo.
Pero que nieve no es algo pequeño…
Recuerdo las tardes de sábado cuando nevaba mucho en la sierra y mi padre me decía: Venga, llama a tus amigas que os subo. Y subir hasta las portaleras (cuando se podía) o hasta la Yega y meterme en la nieve hasta la cintura. El problema venía los sábados que yo había quedado con el cura para ser monaguilla (cuánto tiempo hace que no piso la iglesia…) y llegaba empapada y me tenía que quedar media hora al lado del radiador de la sacristía para secarme.
Recuerdo los domingos de excursión a Gredos, a tirarnos con los plásticos. Y yo, con mi afán de meterme en la nieve hasta la cintura, me meto, salgo y mis botas se quedan encajadas en el agujero.
Y la nieve, inevitablemente, siempre me recuerda a Toronto. La primera tormenta de nieve me asustó. Luego comprendí que era la misma nieve de mi infancia solo que concentrada y quizá un poco ansiosa por llegar y me encantó. Yo era la que siempre tiraba bolas de nieve a traición, de repente volvía a tener 5 años y ¿por qué no ponerme a saltar en la nieve con las bolsas de la compra? Experimentaba momentos de felicidad extrema dentro de la felicidad. Y aprendí a andar con tacones por la nieve y a que de nada te sirve un paraguas para protegerte de ella, los paraguas son para la lluvia. La nieve se aprende a amar y sus copos resbalan, te acarician, se quedan en el pelo quizá pero…me encanta.
Siempre que nieva ocurre algo mágico y se cumple alguno de mis deseos. Y en días como estos me dan ganas de comprar un bote de nata y otro de chocolate y escaparme para dormir contigo.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Luna y la maleta roja

Luna tiene una maleta roja llena de sueños, de proyectos, de inquietudes y de ganas.
Cada vez que pisa el aeropuerto siente esa extraña sensación, ese cosquilleo en el estómago, como cuando estaba enamorada e iba allí cada mes para volar o esperar al amor…
Luna sabe que se volverá a marchar con su vida y sus sueños metidos en esa maleta roja y que volverá a sentir esa sensación de nerviosismo previo y de sobredosis de libertad posterior, de saber que hace lo que quiere y que no necesita a nadie. Le sienta bien saber que puede valerse por sí misma, que ella es libre y decidida y que está segura de lo que puede llegar a ser y a hacer.
Pero duda, tiene miedo. Miedo de perder todo lo que tiene, miedo de volver y de que le ocurra lo mismo que antes, miedo de perder y de perderse, de no encajar, del fracaso estrepitoso, de ser infeliz de por vida.
De vez en cuando Luna se va al aeropuerto, con su maleta roja llena de sueños, y observa hacia donde se dirigen los vuelos, intentando decidir dónde marcharse esta vez, dejando volar la imaginación y dejando que revoloteen esas mariposas que dormitan en su estómago. Y es feliz, muy feliz...hasta que vuelve a casa. Sin embargo, sabe que pronto se marchará, solo necesita un pretexto y un empujoncito.
De momento, está empezando a desenterrar sus raíces para que cojan un poco de aire.